«¡Esto
es! -me dije-. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto
de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que
es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi
cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese
cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo,
vivo, pues soy un alma viva».
Pero
yo me veía sin embargo en figura humana, sobre un blanco y bruñido piso. ¿Dónde
estaba, pues? Observé entonces el lugar con atención. La vista no pasaba más
allá de cien metros, pues una densa bruma cerraba el horizonte. En el ámbito
que abarcaban los ojos, la misma niebla, pero vaguísima, velaba las cosas. La
luz cenital que había allí parecía de focos eléctricos, muy tamizada. Delante
de mí, a 30 o 40 metros, se alzaba un edificio blanco con aspecto de templo
griego. A mi izquierda, pero en la misma línea del anterior, y esfumado en la
niebla, se alzaba otro templo semejante.
¿Dónde
estaba yo, en definitiva? A mi lado, y surgiendo de atrás, pasaban seres,
personas humanas como yo, que se encaminaban al edificio de enfrente, donde
entraban. Y otras personas salían, emprendiendo el mismo camino de regreso. Más
lejos, a la izquierda, idéntico fenómeno se repetía, desde la bruma insondable
hasta el templo esfumado. ¿Qué era eso? ¿Quiénes eran esas personas que no se
conocían unas a otras, ni se miraban siquiera, y que llevaban todas el mismo
rumbo de sonámbulos?
Horacio
Quiroga (1878-1937) Uruguay – El síncope blanco
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